“Tu hijo es un delincuente”, fue una de las acusaciones más terribles que tuvo que escuchar la Sra. Irene. Una mamá que vivió con la vergüenza de ser señalada por los errores de sus hijos, pero que ahora camina firme y orgullosa por sus logros. Acá, por primera vez una madre nos da su testimonio de lo que es vivir con un hijo infractor de ley, y de paso, rinde homenaje a la Institución que colaboró para que su vida cambiara.
*Los nombres reales de esta historia han sido cambiados para proteger la identidad de los verdaderos protagonistas.
—Mamá, yo no fui. ¡Te lo juro, mamá! —grita Felipe de 17 años, mientras es forzado por Carabineros para sacarlo de la casa de su tía, ubicada en el Pasaje Acuario, de una populosa villa de la comuna de San Bernardo, justo atrás de la vivienda que Felipe compartía con su madre, la señora Irene Suazo.
Este es el desenlace de la historia de la señora Irene y su hijo Felipe, o tal vez no. Quizá sólo el despertar o el reinicio de una vida que, para ese entonces, ya estaba validando la negación como dinámica familiar.
La señora Irene, no tenía idea en los pazos en los que andaban sus hijos. Se negaba a preguntar de dónde sacaban el dinero que traían a casa, porque de alguna u otra forma, ella intuía que ese repentino poder adquisitivo, a lo menos, era extraño.
Incluso cuando caminaba por su pasaje hacia el almacén de la esquina, y sus vecinos la miraban de reojo, la apuntaban o comentaban en susurros que sus hijos eran unos delincuentes; la señora Irene seguía autoconvenciéndose de lo contrario.
—Siempre he tenido fe y confianza en mis hijos y nunca pensé que ellos podrían llegar a hacer algo como robar o asaltar a alguien.
Irene creció en el seno de una familia con buena situación económica, y en donde los golpes y maltratos sicológicos remplazaban los abrazos y el amor.
—Cuando era niña, pensaba que en la forma en que mi familia me trataba, era la correcta. Pero cuando crecí y me convertí en madre entendí que esas actitudes no eran normales, por tanto no las debía repetir. Lo que trato de decir es que tuve una vida dura y nunca transité por el camino deshonesto, por lo mismo jamás pensé que ellos sí optarían por esa ruta —cuenta la señora Irene, alzando la voz en la última frase.
ABRIENDO LOS OJOS
Felipe de tan sólo trece años comenzó a delinquir incentivado por su hermano mayor, quien al ver los problemas económicos a los que se enfrentaba la familia, tras pagar los gastos médicos que conllevó salvar a su padre, el señor Eduardo, de una terrible enfermedad, decidió ayudar —al menos en ese ámbito—, los problemas que afligían a sus padres.
—Mi marido enfermó muy gravemente y para curarlo, le tuvieron que hacer una serie de operaciones muy costosas. En ese tiempo, había que tener dinero porque no existía el Plan Auge, y pese a que mi marido tenía trabajo y FONASA clase B, no alcanzó a cubrir el tratamiento sugerido por los médicos —cuenta Irene, muy afligida. Se limpia las lágrimas de los ojos y continúa—. Recuerdo que comenzamos a organizar bingos para poder solventar los gastos de médicos, pero aún así no nos alcanzaba.
Felipe no pudo eximirse del dolor de su madre, tampoco de sus preocupaciones, por eso cuando su hermano le ofreció salir a la calle a robar, vender drogas, entre otras actividades ilícitas, no se pudo negar. Comenzaron con lanzazos en los paraderos de micro, pero poco a poco fueron avanzando en el escalafón criminal.
En este contexto, ¿Qué pensó la señora Irene cuando decidió salir de su casa, tras oír gritos y sirenas de los autos de la policía? Todo. Menos que Felipe, su hijo menor estaba siendo arrestado por Carabineros por asaltar una bencinera de la comuna de San Bernardo.
—Hasta ese momento, cuando Felipe gritaba que él no había hecho nada, le creí. Grité a los Carabineros para que lo soltaran, porque mi niñito era inocente. Pero no era así y darme cuenta de la realidad fue para mí como un baldazo de agua fría —traga fuerte y sigue con su relato—. Si bien es cierto, no tenemos riquezas, no tenemos lujos, pero el alimento no nos falta, porque soy luchadora. Siempre he sido trabajadora. De la nada hago dinero y no les falta: En qué me equivoqué—. Se cuestiona la Sra. Irene.
Después de la bullada detención de Felipe, los rumores en el barrio se convirtieron en historias que, ya se las envidiaría Ramón Díaz Eterovic, escritor chileno de novelas policiacas y padre del querido detective Heredia.
A esas alturas, para la señora Irene transitar por el pasaje Acuario, hacia cualquier destino de San Bernardo, era una tortura. La caminata de la vergüenza. Un callejón donde el viento hediondo a chismes malintencionados, la sofocan.
Le falta el aire, siente pena. Llora. Irene Suazo, no se dio cuenta en qué momento de su vida, el amor ciego de madre, migró al dolor.
—Muchas veces me cuestioné como mamá. Muchas veces me dije: tengo la culpa, muchas veces lloré, grité porque me sentía muy culpable. Y sentía una pena tremenda, porque en la esquina me decían: “su hijo es un ladrón” —cuenta y no puede contenerse, se emociona—, en la otra esquina me decían “su hijo es un traficante”, y yo ¿qué esperaba de mis hijos? Lo que recibí el día de su graduación. Esperaba que mis hijos se acercaran a mí y me dijeran “mamita, aquí está mi cartón. Estudié”. Eso esperaba, nunca que me dijeran: “mamá te traemos el cartón de delincuente” —finaliza muy triste.
EL REINICIO
Sin duda la facilidad para conseguir el dinero que supone el crimen, impresiona a cualquiera con una vida oprimida por las carencias, sobre todo a un niño de trece años. Sin embargo, esa ilusión duró hasta que “Pipe” perdió su libertad.
Felipe fue formalizado y derivado a la correccional de menores de San Joaquín. Allí permaneció por tres meses, tiempo en la que duraría la investigación de los cargos levantados en su contra: Robo con intimidación en una estación de bencina.
La señora Irene, se acercó a un abogado y le explicó la situación. En esa cita el profesional le respondió que podría sacar a su hijo de la cárcel en dos semanas. Como no tenían dinero para pagar los costos de la defensa, la señora Elena junto a su familia, comenzó a vender «papas fritas, completos, hice bingos. Hice hartas cosas, me iba a la feria a vender ropa usada, iba a la estación compraba cortinas para revenderlas y logré tener la plata. Fui donde el abogado y le pagamos para que sacara a Felipe de la cárcel» dice.
Dos semanas después de lo acontecido, Felipe fue citado a la audiencia donde fue condenado a dos años de libertad asistida simple. “Si bien no es una de las condenas más graves, si es una de las más gravosas”, explica Daniela Silva, trabajadora social y delegada de Libertad Asistida Simple, Maipo de la Corporación de Desarrollo Social de la ACJ. En esa oportunidad, la señora Irene junto a su hijo fueron informados que debían asistir a la Corporación ACJ de San Bernardo y ninguno de los dos tenía la más mínima idea de qué era la ACJ.
Cuando finalmente conocieron la sede del Programa Libertad Asistida simple de San Bernardo, no podían estar más contentos. La misma señora Irene reconoce que la sentencia de Felipe fue “una bendición del mismo Dios. Porque es el Programa más hermoso que nunca había conocido, y Felipe cambió”, dice.
Ella asegura que a pesar de que su hijo estuvo tres meses privado de su libertad, no tuvo motivaciones negativas que le hayan generado la necesidad de ser un hombre responsable. “Felipe por primera vez comenzó a usar sus neuronas y empezó a valorizar. A valorizar a la mamá, que tenía, a su papá, a sus hermanos, su casa, su libertad, ante todo su libertad” cuenta.
En la cárcel, Felipe comenzó a estudiar para terminar su enseñanza básica, pero como estuvo tan poco tiempo detenido, los meses de estudio no fueron validados. “Él presentó un gran interés por seguir estudiando, por lo mismo el año pasado presentó exámenes libres, pero lamentablemente no los aprobó», cuenta Daniela Silva.
—¿Cómo se siente ahora que todas las experiencias negativas quedaron atrás?
—Como usted dice, esos momentos terribles ya pasaron, porque en este programa no tan sólo ha aprendido mi hijo, sino que también yo. He aprendido mucho, mucho, mucho. Y si hay algo que habita en mi corazón y en mi cabecita, son agradecimientos porque Dios puso a esta mujer maravillosa en nuestro camino —apunta a Daniela Silva, trabajadora social y delegada del Programa, con una sonrisa en el rostro—, y jamás me voy a cansar de darle gracias, porque la llamo a las ocho, la llamo a las diez, once de la noche y ella me contesta, y no cualquier persona hace eso. No cualquier profesional hace eso. Porque por el hecho de que mis hijos delinquieron de que mis hijos fueron delincuentes… y digo fueron porque ya no lo son —recalca—, se te cierran muchas puertas y te apuntan con el dedo y uno lo siente, lo siente acá dentro —expresa apretándose el pecho a la altura del corazón.
—Conocí personas que nunca nos miraron en menos. Nos apoyaron en todo momento. La Tía Daniela, delegada de Felipe para nosotros fue como una hija, una mamá, una amiga, una compañera. Y porque gracias a la Corporación hemos crecido como personas y como familia. Se nos han abierto muchas puertas, ahora yo saco mi pecho, me inflo y parezco pavo real porque digo: mi hijo se graduó, mi hijo ha transformado su vida de la mollera de su cabeza hasta la planta de sus pies, ya no es ni la sombra de lo que alguna vez fue.
—Qué cree que tiene la Corporación que genera este cambio tan radical e importante en las personas.
—No sé. Acá hay grandes seres humanos que luchan por la igualdad de nuestros jóvenes. Entiendo que todo no ha sido gratuito, porque Felipe tuvo toda la voluntad y las ganas de enmendar su camino.
—Cómo ve el proceso de intervención que la Corporación hace con los jóvenes.
—He visto cómo llegan los jóvenes acá, también cuando están egresando y hay un cambio, quizá no en todos porque uno no puede pretender pellizcar la luna o tocar el sol con un dedo, pero cuando hay disposición, hay amor y ganas, se puede y la Corporación lo demuestra así. Los niños que delinquen también tienen su cerebro y su corazoncito, por lo tanto el vínculo que las profesionales de la Corporación generan con los niños, es de gran importancia. No los miran en menos, tampoco los tratan de tú a tú porque debe haber un respeto, pero por lo que he visto los jóvenes no se sienten inferiores ni menospreciados.
—Su testimonio llegará a mucha gente. Como madre ¿qué le gustaría destacar de esta experiencia?
—Estoy muy contenta. En la Corporación me cambiaron la vida en 180 grados, porque no sólo encontré profesionales, y lo digo con “P” mayúsculas, sino que encontré amigos, personas comprometidas por su trabajo, personas que quieren sacar adelante a los cabros. Y encontré gente que se dedica realmente a estos jóvenes; gente que no discrimina, que al contrario, siempre los están tirando para arriba. Están ahí al pie del cañón con ellos. Me siento muy agradecida de haberlos conocido, de que Dios los haya puesto en nuestro camino y de quién estoy más agradecida es de la tía Daniela, ella fue la que conocí primero, pero ella representa todos los valores que debe tener una persona que quiere sacar adelante a estos niños.
RESTAURANDO LA DIGNIDAD
Felipe, en la Corporación se capacitó en mecánica de motos, una oportunidad que la señora Irene, por falta de recursos —quizá—, nunca hubiese podido darle. En esa instancia, su hijo demostró mucho interés por los estudios, por aprovechar todas las herramientas que la Institución le brindara, por esto, también entró en un taller de serigrafía, y participó en el campeonato de fútbol «Hernán Émeres Yévenes» donde ganó el premio a mejor jugador fair play.
—Por eso rindo homenaje a todas aquellas personas que con gran afán luchan por reinsertar a nuestros jóvenes en pos de su bienestar. Gracias por devolvernos la dignidad. No tengo palabras para agradecer todo lo que la Corporación ha hecho por nosotros porque somos gente extraña, no somos familia, no somos nada y haber recibido ese amor de gente que no lleva mi sangre, es maravilloso. Ustedes confiaron en nosotros.
—Claro que sí confiaron, y Felipe hasta se graduó. ¿Cómo vivió la ceremonia de certificación de los procesos de capacitaciones?
—La ceremonia estuvo hermosa, sentí tanto orgullo. Mi hijo de terno, se veía hermoso. Parecía mormón. —se ríe—. Ese día me sentía dichosa, orgullosa, honrada. Yo miraba y pensaba: «acá podrían haber estado otras mamás, pero me lo estoy ganando yo» Fue todo muy placentero, porque jamás pensé ir a una graduación de mi hijo. No importa la forma, lo que lo llevó a esta instancia: él tiene su diploma y con eso, soy feliz.