Las pérdidas y el dolor, así como la ausencia de figuras masculinas en su entorno, fueron obstáculos que tuvo que sortear en un periodo de su vida ligado al consumo de drogas y a la delincuencia. Ahora, luego de un largo camino, está a punto de graduarse como peluquera, lo que le da una mejor perspectiva de futuro a ella, a su hija y a su madre.
*Los nombres de los protagonistas de este testimonio han sido cambiados para proteger la identidad de los verdaderos protagonistas.

La historia de Carolina podría trazarse a partir de sus tatuajes. Cada uno de los diez que tiene sobre su piel resumiría aspectos cruciales de su existencia, de sus valores y sus pérdidas. Hablarían, sin duda, de la muchacha de 22 años que es hoy y que de a poco ha logrado imponerse a los obstáculos que ha encontrado en su camino.
Carolina es una muchacha que no pasa desapercibida en su entorno. Posee gran energía para cumplir su día a día. De otra forma no podría hacerse cargo de las labores múltiples de su hogar, de su trabajo como mesera que le genera una retribución indispensable y, sobre todo, del detallado cuidado de su hija Luciana, quien ya cumplió los tres años de edad.
Esta joven mujer también estudia, desde abril del 2018, el curso del Instituto de Peluqueros y Estilistas de Chile Mario Mezza en el cual es la alumna más aventajada.
De cierta manera, esa instrucción no sólo le da expectativas nuevas y más reconfortantes para su futuro, sino que la afianzaron en su proceso de reinserción social, ya que tuvo que cumplir con 800 días de libertad asistida —sanción cumplida en diciembre del 2018—, porque fue aprehendida por robo con intimidación.
Uno de esos diez tatuajes de Carolina, uno que lleva en el antebrazo y que reluce acompasado con sus palabras cada vez que habla, dice: “No olvides tu historia y tu destino”.
Y, como si esa consigna fuera inevitable, esta es precisamente una síntesis de la muchacha. Aunque por la intensa claridad que puede apreciarse en ella hoy en día, deja la impresión de que se trata de una mujer mayor.

Niña mimada
Juan y Eduvigis era un matrimonio que se mantenía de la atención de una botillería familiar. De ahí obtenían los recursos para solventar sus gastos y por ello decidieron que una segunda hija vendría bien al hogar. Así llegó Carolina, quien creció contenta al lado de sus padres y de su hermana mayor, Ingrid.
La pequeña llamaba a su madre cariñosamente “Edu” y su infancia la recuerda con grados de felicidad. Aquellos años logró disfrutarlos a concho, con los deseos propios de una niña satisfechos.
De hecho, los cuidados de Ingrid y, con el tiempo, de la pareja de su hermana mayor, hacían sentir a Carolina segura y protegida. Miraba a Ingrid como una segunda madre y gozaba de ser la más pequeña del clan familiar y de los privilegios que ello suponían a su alcance.
Por sus palabras en retrospectiva, parecería que era una niña mimada y apuntaba para ser una adolescente con una vida tranquila; acaso con los sobresaltos de la juventud, pero con la estabilidad que suele acarrear el seno familiar.
Sin embargo, cuando la chiquilla cumplió doce años de edad, la muerte de su padre llegó para cambiarle radicalmente el panorama. No sólo por el dolor de la pérdida y el embate emocional que ello suponía, sino porque también desapareció el principal sustento económico de la familia.
Todo lo que Carolina había vivido hasta ese momento, de pronto, se transformó. Porque además, como suele decirse, las tragedias nunca llegan solas. Apenas meses después del fallecimiento de su padre, el esposo de su hermana Ingrid también murió, lo que generó un profundo remezón en la muchacha que apenas si podía comprender los cambios que aquellas muertes cercanas significaban.

Experiencias de calle
Desde aquellos momentos, Carolina se volvió una chica retraída, con problemas para expresar su sentir. De sus palabras puede entenderse cómo ocultó sus penas, rabias y frustraciones, como si fueran una táctica de evasión del sufrimiento, pero al mismo tiempo la creación de una especie de tesoro oculto para aquilatar en su interior.
La palabra que quizá resume de mejor forma aquellos días es la soledad. La falta de compañía cobró mayor relieve y significado porque debió enfrentar la ausencia de “Edu”, su madre, quien se vio en la necesidad de trabajar muy duro durante todo el día para poder salir adelante.
Esa soledad sería también el común denominador en la historia de Carolina, un relato que se había modificado y en el que las mujeres se convirtieron en protagonistas por completo. La muchacha contó con un nuevo escenario que se reorganizaba en torno a su abuela, a su madre y a sus hermanas.
Pero no era el contexto que Carolina deseaba en su vida. Tal vez por ello comenzó a salir de su hogar y relacionarse con gente en las calles de su barrio. Ese intento por buscar nuevos aires, propició en la medida de que el control sobre sus actividades y conductas se relajaron, le llevó a conocer a personas adictas a diversas sustancias, que también realizaban actos criminales.
Así fue como Carolina se involucró en ese mundo delictivo que le permitía a una joven de su edad costear todo lo que le apetecía y le era inaccesible de otra manera ante la precaria situación económica de su familia.
En la calle vivió numerosas experiencias vitales, de las que no le gusta hablar demasiado. Acaso porque, como tatuajes en su existencia, le recuerdan un modus vivendi con el que ya no se identifica.
Luego de cuatro largos —larguísimos— años, en los que estuvo vinculada al consumo de drogas, alcohol y a conductas transgresoras de la ley, encontró la fuerza necesaria que la movió al cambio positivo, a la reinserción y a la posibilidad de reescribir de nueva cuenta su historia.
Motor de cambio
A ese periodo criminógeno también pertenece una relación afectiva sostenida con un joven mayor que Carolina. El muchacho estaba de igual manera vinculado al delito, al consumo y a un arraigado sentido contracultural.
Fue el soporte emocional para ella durante algún tiempo. No demasiado, pues la muerte se presentó una vez más y le arrebató su pareja. Carolina no cree en las coincidencias, pero lo cierto es que la historia volvía a repetirse frente a sus ojos.
La diferencia es que la muchacha en aquella ocasión entendió el fallecimiento del joven como el resultado del mundo delictivo en el que ambos se conocieron. Golpe tras golpe, la vida se empeñaba en hacerla comprender y crecer a través de las pérdidas, del dolor y de la ausencia de las figuras masculinas en su vida.
En ese repetido momento de sufrimiento, Carolina enterró a su pareja junto con algunas emociones que le venía afectando. Fue hasta un mes después que tuvo un flechazo de intuición y decidió realizarse una prueba de embarazo, que dio resultado positivo.
Muchas sensaciones atravesaron el corazón de la chica. Por un lado, una inmensa incertidumbre al no saber qué hacer, pero, por otro, la certeza interior de que ya nunca más estaría sola.
Si bien todavía no dejaba completamente el “carrete” y el consumo, se dio el tiempo para reflexionar sobre todo lo que le estaba ocurriendo. Un día decidió pararse frente a un gran espejo colocado en su baño, se miró con detalle y se cuestionó su vida, sus conductas y sobre todo qué hacer con su dolor, con las perdidas, y con su futuro.
Nada volvería a ser igual. Ahí encontró un poderoso motor de cambio. Decidió aceptar su embarazo y hacerse cargo de su bebé, quien llegaría a ser Luciana. También volvió a vincularse con su familia al tiempo que abandonó a su grupo de amistades, lo delitos y los carretes.